Ya terminaron los Toros en Guadalupe. Cuatro días intensos en los que La Puebla nos recibe a todos los que las circunstancias nos ha alejado de ella. Son dias de fiesta, pero por encima de todo son días de reencuentros y alegrías. Días en los que las familias se vuelven a reunir, tanto las que te tocan por nacimiento como la que te vas construyendo a lo largo del tiempo: la de los amigos.
Son dias en los que los más jovencinos empiezan a sentirse más mayores, buscan escondites para hacer botellones lejos de las miradas inquisitivas de los padres, que disimulan con un «pasaba por aquí» cuando por casualidad esa noche les da por hacer el tradicional paseo veraniego hasta la explanada de la primera alcantarilla.
Mientras tanto, los que aún se creen jóvenes, pero no tanto como para esconderse de sus padres, empiezan a darse cuenta que cinco días seguidos de botellón es mucho botellón. Comienzan las reflexiones de abuelo cebolleta «en mi época no había tanto puto coche con la música a todo trapo», «antes te movías de un botellón a otro, te socializabas más». Al final, llega el brote de sinceridad y te das cuenta que en tu época la música nunca estaba lo suficientemente alta y que los movimientos de sociabilización no los haces, simplemente porque si miras a tu alrededor el 80% de la gente que hay no había nacido cuando tu estabas haciendo la comunión.
Antes, los botellones a escondidas eran en «las escaleras del fin del mundo», que era el lugar donde estaba todo lo malo, algo así como la puerta al infierno. Ir allí era hacerse mayor, el equivalente patrio al baile de graduación americano. Hoy, las escaleras del fin del mundo están rodeadas de casas, y puede que más de uno de los que vive en ellas hiciese allí su primer botellón a escondidas, mientras que ahora se queja por el infernal ruido de los coches. Antes nos escondíamos para hacer nuestro primer botellón, ¿y ahora?.